Abrió los brazos y dejó que el aire los acariciase, que pusiese su vello de punta y el frío penetrase en los poros de su piel como lo había hecho él en su cuerpo. Los pájaros venían y se iban, con sus suaves piares y sus alas batiéndose en un bastardo recochineo de su libertad y su pasión; los observaba de reojo desde su posición, con sus plumas lustrosas y sus ojos avizores. Pies descalzos y pecho descubierto, apenas sentía ya la piel ni los huesos, entumecida hasta las lágrimas se pensaba que las plumas estaban al fin brotando de su espalda, recorriendo sus hombros y cubriéndola con su protección. Y para quien pudiese mirar por la ventana de esa noche singular, su triste ilusión y sonrisa le cambiarían la vida; su risa al volar, sus ojos iluminados por la belleza de la ciudad y su cuerpo malherido pareciendo que se recuperaría.
Lo que la hizo libre fue el duro asfalto al final.
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