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lunes

Necesitaba recordar.

- Astrid, párate!
Ella siguió hacia delante, haciendo caso omiso de la orden de su amigo. Comenzó a adentrarse en el agua, poco a poco, sintiendo el frío del invierno en cada poro de su piel, primero las plantas de los pies, después hasta los tobillos. No se había quitado el vestido que llevaba, blanco, de lunares negros, con un cinturón negro bajo el pecho, y una chaqueta larga, de botones, en ese momento desabrochados. Él la cogió bruscamente por el brazo cuando el agua llegaba hasta las rodillas de ella. No se había desvestido ni había quitado las zapatillas de deporte que calzaba, que se habían empapado completamente, al igual que su vaquero, mojado hasta las rodillas, reflejando pequeñas gotas en sus muslos, resultado del agua chocando con sus piernas al acudir detrás de ella.
- Que haces mica? Que intentas?
No respondió, ella lo miró inexpresivamente, y giró la cabeza, mirando hacia el atardecer que en ese momento estaba comenzando. Sintió como el brazo se aflojaba en su brazo, momento en el que dio un par de pasos más, empapándose hasta la mitad de los muslos. El la miraba sin comprender, quieto, con el brazo aún estirado hacia ella. Esperó su próximo movimiento, preparado para echar a correr hacia ella y cogerla en cualquier momento. Ella, agachándose levemente para que una de sus manos tocara el agua, volvió a caminar, dejando que el agua le llegara a la cintura, momento que aprovechó para dejarse caer y hundirse completamente en el agua, con su pelo largo moreno hasta la mitad de la espalda, flotando. Él se movió y la sacó bruscamente del agua, abrazándola, y dejando que el agua que la mojaba a ella, se deslizara por su camiseta empapándole. La cogió en brazos, como si fuera una niña pequeña y avanzó lentamente hasta la orilla, sin hacer movimientos bruscos. Había sido un error cumplirle el capricho de ir a la playa en diciembre, se repetía una y otra vez. Al llegar a la arena, la llevó hasta el paseo marítimo donde la posó suavemente en él, dejándola tumbada. Ella apoyó su mejilla en la dura madera, fría por el aire, pero caliente con el contraste del agua en su cuerpo. Sentía entumecido el cuerpo, temblaba violentamente, pero, no dejaba de sonreír, mirando sin expresión el sol escondido ya a la mitad en el horizonte. El volvió rápidamente con sus chaquetas, colocándolas sobre ella, a pesar de que él también temblaba del frío. La levantó con cuidado y cariño, se sentó donde había estado ella tumbada, y la ayudó a volver a acostarse, colocando la cabeza de ella sobre sus rodillas. Estiró el pelo de ella sobre sus piernas y lo acarició lentamente, dejando a sus dedos vagar desde su cuero cabelludo hasta las puntas de sus mechones. Sentía como ella temblaba, pero sabía que no le permitiría llevarla aún a casa. La conocía, aunque estas pequeñas estupideces aún lo sorprendieran.
- Gato, estarás siempre conmigo? – Susurró ella, mientras los dientes le castañeaban, dejando que sus palabras salieran entrecortadas.
- Lo preguntas aún, Mica?
- Me duele, me sigue doliendo aún más el corazón de lo que puede dolerme el cuerpo. Cuando entré en el agua, sentí agujas clavándoseme en los sentidos, la mente en blanco, solo frío, frío y dolor, entumecimiento. Pero, a cada paso que daba, el corazón reclamaba su lugar, reclamaba la atención que no le puedo dar. Me hundí, sentí el agua en todo mi cuerpo, como entraba a través de mi boca y me pinchaba todo el cuerpo. Y, me sacaste, acabas de volver a devolverme a la realidad. Es que no te cansas de hacer que vuelva a estar mal? Mico, me he cansado, deja de salvarme.
Intentó levantarse, y el brazo de él, mostrando sus rápidos reflejos, le apretó sobre su cintura, impidiéndole incorporarse. Bajó su rostro hasta el de ella, y posó sus labios suavemente sobre su rostro, recorriendo cada centímetro de este con ellos, quedando quietos sobre los labios de ella, donde suspiró y habló entre susurros.
- No puedo arreglar tu corazón, no puedo salvarte de ese dolor, pero te salvaré de las tonterías que hagas porque quiero ser egoísta y tenerte para siempre conmigo. Te abrazaré de noche cuando te duermas con el nombre de él en los labios, y estaré cuando tus pesadillas te conduzcan hacia los recuerdos de ese tiempo. Te seguiré cada vez que intentes hundirte en el mar para olvidar. Gata, tienes mi palabra, aunque me odies, te salvaré una y otra vez. Deja que tu corazón siga latiendo, pequeña estrella.
- Él se llevó mi corazón. –Susurró en voz muy baja, casi inaudible. Levantó los brazos hacia él, agarrándole débilmente por la nuca y acercando sus labios a los de él, apenas un roce, apartándose rápidamente. – Llévame a casa gato, tengo frío.
Se incorporó del todo, quedando sentada en el paseo marítimo, con las manos posadas a sus costados, observando la mancha de agua que habían dejado en la madera, cómo las pequeñas gotas viajaban hasta la arena, donde desaparecían. Él se levantó, caminó lentamente hacia la arena a por el bolso de ella y volvió, caminando con su seguridad habitual, esa que ella no dejaba de admirar al verle. Llegó a junto ella, se colocó el bolso en el hombro, cruzado por su pecho y posado en el costado contrario, y la ayudó a colocar las manos alrededor de su cuello. La cogió en brazos, con una mano en la espalda de ella y otra bajo sus rodillas, y comenzó a caminar hacia el coche.
- Los zapatos gato, he dejado las bailarinas en la arena, debo ir a por ellas.
- Están dentro del bolso pequeña, no te preocupes y cierra los ojos, dentro de un momento estarás mejor.
Ella cerró los ojos, relajándose en sus brazos hasta quedarse en un estado de somnolencia. Al llegar al coche él abrió la puerta trasera, posándola sobre el asiento. Con cuidado le quitó la chaqueta y el cinturón, dejándolos de cualquier manera sobre el techo del auto. La movió suavemente, colocó su chaqueta en el asiento, estirándola bien, y, volviendo a centrar su atención en ella, le quitó el vestido lo más rápido que pudo y la acostó sobre la chaqueta. Cogió la ropa mojada de ella y, abriendo el maletero, la tiró dentro, sin cuidado. Agarró una manta que siempre llevaba y, abriéndola, la llevó hasta ella, tapándola todo lo bien que pudo, teniendo en cuenta el poco espacio. Ella dormía poco profundamente, como hacía desde que él había desaparecido. Oh, como habría deseado encontrarle y matarle lentamente, a golpes. Pero había preferido quedarse a su lado, intentando cuidarla. No era fácil, no era la primera que ella hacía cosas como estas, y ya estaba preparándose para la siguiente. Había quitado cada cerradura que pudieran tener las puertas de la casa de ella, a donde se había trasladado a vivir desde que él se fue. Tres meses ya, tres meses viéndola consumirse, se decía para sí mismo mirándola dormir. Se sacó esos pensamientos de la cabeza, y, cerrando la puerta con firmeza, fue hacia el maletero. Cogió su bolsa de deporte, con su ropa del equipo. No, hoy no iría al entrenamiento, no quería dejarla sola. Agarró el pantalón corto y, quitándose rápidamente el vaquero empapado, las zapatillas y los calcetines, se puso el pantalón, agarró los calcetines de la bolsa de deporte y se calzó las zapatillas que utilizaba para jugar al baloncesto. Cerró el maletero y se puso al volante, mirándola a ella durante un momento. Encendió el motor, ajustó la calefacción para poder entrar en calor, y, sintiendo como el resfriado empezaba a recorrer su cuerpo, arrancó, con camino a su casa. A mitad del camino miró por el espejo retrovisor y vio los ojos de ella mirándole fijamente. Ella hacía un buen rato que lo miraba, notando como su cuerpo entraba poco a poco en calor, menos en las partes donde el agua de la ropa interior aún mojada recorría su cuerpo. Vio la preocupación en sus movimientos, como él se mordía el labio como cada vez que hacía cuando ella hacía una locura y él pensaba el modo de cambiarlo todo.
- Te quiero mico, aunque me salves. – Y volvió a cerrar los ojos, respirando aun con dificultad.
- Gata, algún día tendrás que crecer, dejar tu alma de niña atrás.
- Si lo hago no me podrás salvar, y amo cada vez que me salvas, príncipe. –Susurró, dejándose volver a caer en un sueño poco profundo.
El suspiro y apretó con furia el volante, odiando la intensidad de sus sentimientos hacia ella. Se enfadaba cada vez que su hermano insinuaba que la amaba, y que no era más que un candelabro para ella. Era mucho más, ella era la niña de sus ojos, la pequeña mocosa a la que no quería fuera de su vida. Y sabía que ella le necesitaba. Mientras el semáforo estaba en rojo, se permitió cerrar los ojos y volver a aquella noche, pocos días después de conocerse, cuando ella le dijo que serían los príncipes de un cuento. Cada año en esa fecha, ella escribía una nota diciéndole lo que sentía por él, escondiéndosela en algún lugar especial y sonriendo cuando él se desesperaba porque no la encontraba. Como había pasado el tiempo, hacía ya cuatro años que había conocido a esa pequeña estrella que había cambiado tanto su vida. El semáforo se puso en verde, y continuó conduciendo hasta la casa. Abrió el portal y metió el coche en el garaje, dejando que este se cerrara solo. Abrió la puerta de atrás y, tirando de ella, la volvió a coger en brazos. Subió las escaleras con cuidado de mantener el equilibrio, la dejó en cama y la desnudó, secándola con una toalla. La metió en cama, enrollada en una manta y bien tapada con el nórdico, dejándola dormir. Fue a su habitación, donde se cambió de ropa, poniéndose el pantalón de chándal con el que solía dormir. Dejó su pantalón del equipo sobre la cama, pensando en cómo explicaría a su entrenador esta nueva falta de asistencia. Que mas daría, ella era mucho más importante que una simple pelota de baloncesto. Cerró la puerta y caminó descalzo hasta la habitación de ella, sintiendo como la calefacción de la casa le iba relajando los músculos entumecidos. Apartó suavemente las sábanas, metiéndose entre ellas y abrazando el cuerpo desnudo de ella, que, despierta, no dejaba de temblar. Colocó las sábanas sobre ellos, cuidando de taparla bien a ella, y pasó un brazo por la cintura de su pequeña, intentando reconfortarla y parar sus temblores. Ella apoyó su frente en su pecho, y, antes de volver a dormirse, comenzó a susurrar.
- Siete vidas tienes gato, siete vidas en las que me salvarás, y cuando la última vida se acabe, me volveré polvo de estrellas y me iré contigo. Él se llevó mi corazón, pero no pudo arrebatarte ese trocito que es tuyo. No me pidas que deje de ser una niña, sabes que es lo único que me salva a parte de ti. Te amo gato, por cosas como estas, aunque te odie por ellas. –Y, levantando la cabeza, volvió a rozar sus labios con los de él, suavemente, posando la cabeza en la almohada y suspirando, volviendo a quedarse dormida entre sus brazos. No, él no podía evitar que ella estuviera mal, pero podía asegurarse de cuidar de ella hasta en sueños, pensó antes de dejarse llevar también por el sueño, abrazándola con fuerza para que dejase de temblar.

1 comentario:

Mayra dijo...

¡Aw!
[Carlos aún más](Y por cierto, esa foto tuya me ha recorado a una que me he hecho yo, que dejabù!)