#

martes

Amada libertad, no vengas si no es para quedarte.

Temblaba su sonrisa como las hojas del viejo árbol que se encontraba en el patio, en pleno otoño y todavía aguantando estoicamente contra el viento. Cada vez esos pasillos se le hacían más angostos, más complicados de recorrer, y las paredes le parecían estúpidamente apretadas, no encontraba lugar ni para el aire que debería de respirar. Llegando hasta su puerta se dio cuenta de que le costaba la vida seguir sosteniendo la sonrisa, y se dejó llevar apoyando la frente contra el marco de esta y procurando encontrar un ritmo lento a su respiración. Tenía el cuerpo tenso, las venas en plena huelga para no querer transportar la sangre, y los ojos negándose incluso a llorar. Era de las primeras veces que no se escuchaba ruido ninguno en su habitación, que todo estaba tranquilo, que los gritos no le traladraban la mente. Los echaba de menos, necesitaba escuchar su voz aunque fuese de esa manera angustiosa, temida. 
Al entrar dejó que los ojos se dirigiesen al suelo, al montón de prendas tiradas por doquier, para después dejarlos vagar por la cama, por el cuerpo consumido que se encontraba tendido en ella, los huesos apenas rodeados por piel que antes tanto quería amar y que ahora solo deseaba proteger. Su largo pelo se desparramaba por junto su espalda, sus brazos abrazados a sus rodillas, su cuerpo temblando y las vendas bien apretadas en las muñecas. Agarró la manta del suelo, y sentándose en el borde de la cama, dejó la manta sobre sus rodillas, esperando a que sus ojos se abriesen para él.
Le miró, no había furia ni tampoco ira como antaño, sus pestañas ya no parecían tan inmensas y el azul de sus iris estaba tan apagado como lo estaba su cuerpo, y su alma se notó tan pesada por la pena que no le quedó más remedio que desviar la mirada hasta sus pies, cerrando después los ojos con fuerza. 
- ¿Como ayer, Penélope?
Susurró con los dientes temblando, volviendo a dirigir la mirada hacia ella con suavidad, respirando hondo al ver que ella asentía. Se acostó a su lado, dejando su frente pegada a la de ella, su pecho rozando con sus rodillas y sus manos, y dejó que la manta cubriese ambos cuerpos, acariciando su costado hasta lograr que el cuerpecito de pájaro aprisionado entrase en calor.

1 comentario:

Dayan Schlömith dijo...

Qué triste es sentir esa sensación me refiero al principio eso del pasillo que cada vez se hacia más pequeño como que las pareces se le hacia angostas.Te dejo un saludo te sigo.